En una tienda de paredes de ladrillo en el páramo de Pisba, unos campesinos juegan tejo. Visten ruanas y cachuchas, como dicta la costumbre. La escena podría ser cualquier domingo en la montaña: el sonido metálico de los discos golpeando arcilla, las risas entre amigos. Pero falta algo: no hay cervezas, ni chistes machistas. Entre lanzamiento y lanzamiento conversan sobre quién cocina, quién lava platos, quién cuida a los hijos.
La escena de Pisba resonó en muchos de los testimonios compartidos durante el Encuentro Nacional de Masculinidades en la Universidad Javeriana. Varios hombres coincidieron en que gestos cotidianos —lavar platos, cocinar, cuidar a los hijos— también pueden ser revolucionarios en comunidades donde esas tareas siempre fueron exclusivas de las mujeres.

Voces desde los territorios
Durante dos días, campesinos de Boyacá, cultivadores del Chocó, jóvenes de Sucre y académicos nacionales e internacionales se reunieron para hablar de algo hasta hace poco impensable: otras formas de ser hombre en Colombia.
Iván Niño, guardaparques de 30 años, cuenta cómo aprendió a abrazar a su padre tras años de silencio. «Antes nunca nos tocábamos. Hoy preguntamos cómo estamos». Para él, el autocuidado —salud mental, descanso, afecto— también es resistencia.
Jesús Acosta, 23 años, del Colectivo Masculinidades Caribe, creció escuchando que los hombres no lloran. «En la costa, ser hombre significa dureza y silencio. Ya no me da miedo decirle ‘te amo’ a otro hombre».
Los cultivadores del Pacífico encontraron en las orquídeas y la vainilla una metáfora perfecta. Las plantas tardan décadas en dar frutos y requieren cuidado constante. «Nos enseñó a ser cuidadores, no solo de plantas», explica Luilly Murillo desde Bahía Solano. Ahora organizan ollas comunitarias donde los hombres cocinan y sirven.

El desafío de atraer a otros
El reto es acercar a más hombres a estas conversaciones. «Cuando hablas de masculinidades, muchos salen corriendo», reconoce un ponente.
En Boyacá encontraron en el tejo una excusa para conversar sin alcohol. Empezaron 62, quedaron 22. En el Chocó, las ollas comunitarias se volvieron espacios donde los hombres cocinan mientras hablan. En Sucre usan Jenga: cada bloque representa un privilegio masculino que cuestionar. La clave es lo lúdico primero, la reflexión después.
La guerra que produce hombres
Si los hombres de las regiones hablaban de cocinar y mostrar afectos, los investigadores pusieron esas prácticas en un contexto más amplio: cómo la guerra moldeó la idea misma de ser hombre en Colombia.
Daniel Inclán, académico mexicano, recordó que Estados Unidos invirtió millones en la guerra colombiana. El Ejército nacional ganó 95 millones de dólares vendiendo seguridad privada entre 2002 y 2019. «La guerra necesita cuerpos masculinos dispuestos», dijo. «No es solo conflicto armado, es negocio transnacional».
Su idea toca de lleno la vida de los hombres en las regiones. Durante décadas, la masculinidad hegemónica se definió por estar listo para la guerra: ser fuerte, aguantar, obedecer. El país entero los necesitaba como soldados, vigilantes o fuerza bruta de seguridad.
Andrea Neira, investigadora feminista, señaló cómo la justicia transicional refuerza esa mirada. En los informes oficiales, los hombres aparecen casi exclusivamente como victimarios. «Eso invisibiliza a quienes construyen masculinidades diferentes», explica. La Comisión de la Verdad identificó que el conflicto se alimentó de una «masculinidad militarizada»; una forma de ser hombre que exige dureza y disposición a la violencia. Pero Neira insiste: «También hay hombres que no hicieron la guerra, que cuidan».
Manuel Roberto Escobar, psicólogo y profesor de la Universidad Javeriana, documentó cómo Ejército, guerrillas y paramilitares coincidieron en formar hombres a través del dolor. Excombatientes le contaron que «el entrenamiento debía doler más que la guerra». Esa pedagogía del sufrimiento producía cuerpos obedientes, insensibles, incapaces de expresar deseo o ternura. Su investigación mostró que la violencia masculina no es natural, sino enseñada por instituciones que necesitaban soldados implacables.
Conoce más en la página creada por la Universidad Javeriana:
La fuerza del deseo, una propuesta de storytelling que acerca la investigación sobre masculinidades a la gente común.
Las palabras de los investigadores ofrecieron a los campesinos y jóvenes un marco potente: el machismo no es solo un problema cultural, sino parte de una economía de guerra que necesita cuerpos masculinos disponibles. Pero existe otro camino, uno que ellos ya recorren cuando juegan tejo sin alcohol, crían a sus hijos con ternura o hablan de emociones en un juego de Jenga.

El camino por recorrer
Al cierre, todos coincidieron: el camino es largo. Por cada hombre que permanece en un colectivo, dos se van, reacios a cuestionar el machismo heredado.
José Lizar, joven emberá de 20 años, resumió el desafío: «Cuando mi compañera está cansada, yo cocino y lavo. No es solo tarea de la mujer». En su cultura no es costumbre, pero él decidió cambiar.
En un país donde los hombres han sido guerreros o proveedores por décadas, este encuentro mostró otra posibilidad. Quizás la paz empieza con gestos cotidianos: lavar platos, cocinar en ollas comunitarias, abrazar a un padre.
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